Monday, July 24, 2006

-EL PERDÓN A LOS ÁNGELES CAÍDOS-




Con orgullo y como alivio, a los cinco pisos sin ascensor, abrí las puertas de la terraza; sorprendido y jadeante, mientras le preguntaba si quería algo de beber, se recreo con una de las mejores vistas de Barcelona. Respiro profundo en el amanecer de una montaña en la ciudad, se sentó en una de las sillas blancas de metal, me tomo de la mano invitándome con un gesto a sentarme en sus rodillas donde, una ves sentado, me besó chocando pasta y cristal orgánico de nuestras gafas. Intercambiamos lengua y saliva -tengo pareja- me dijo –y yo tengo una habitación, con cama de uno treinta y cinco- contesté inocente y un tanto juguetón, me puse en pié, tome su mano, y lo llevé a los escasos centímetros cuadrados de mi flex, mi cama.

Despertamos desnudos: verano, éxtasis, alcohol, resaca, ático soleado, sudor…
-¿Quieres ducharte?-
Limpios y aseados con cara de haber dormido poco. Charla, risas, besos, primeras horas de una sofocante tarde de domingo en julio… -me tengo que ir, ¿te doy mi número y me llamas?-
-no, prefiero dejarte el mío, yo no tengo pareja y no quiero molestar-.

La llamada llego pronto, en la misma tarde, al día siguiente ya habíamos quedado, y en un par de días más yo, decía él, era su novio. Al principio mantuve una actitud esquiva, esta historia no llegará a ninguna parte, me decía yo, le decía yo; él se encaprichaba más y más, me cotejaba, me regalaba cosas, me mandaba mensajes, me invitaba a cenar y llegó ese momento en que me dijo te quiero y con una sonrisa le contesté –pero… si tu ya tienes novio-

No quería dejar a su pareja, pero quería vivir conmigo, hacia planes para tener un piso juntos, me siguió a mis vacaciones de verano en Tenerife, quería que durmiéramos juntos casi todas las noches… a mi me encantaba tener un ángel para mi, a mi disposición que se desviviera por mi. Nunca quise saber mucho del novio de mi novio, ni de sus novios anteriores. A veces el historial matrimonial de una persona te puede advertir quien es ese que grita a los cuatro vientos que te quiere, también a veces nos hacemos los sordos, los ciegos, los tontos… un par de amigos me comentaron, no con mucha alegría, que lo conocían, yo más sordo, más ciego y más tonto me volvía. Todo era bonito, todo era fantástico, todo era ¿amor?
Al cuarto mes le dije te quiero como hacia tiempo no lo decía, el radiaba de felicidad.


Una piedra en el riñón lo llevó al hospital después de una discusión porque hacia una cena con unos amigos, en la que yo no estaría porque trabajaba pero si su otra pareja. Era ya el séptimo mes y yo estaba enganchadísimo a esa relación con mi ángel, el de los mensajes en el teléfono todas las mañanas –buenos días mi niño, tu ángel- el que me traía pasteles al trabajo los sábados para desayunar, el que me pedía que me quedara, otra vez, a dormir en su casa, el que me tomaba de la mano por las calles para pasear… y con mi creciente amor perdí el control, ya no me hacia gracia compartir a mi ángel, quería sus tardes de jornada intensiva los viernes, sus domingos y sus noches, le puse entre la espada y la pared, presionándole a elegir. El medico le recomendó beber mucho liquido -así expulsará la piedra- y mi ángel empezó a beber agua. Dejó a su pareja el francés, al parecer se había decidido. Mi ángel venga a beber y venga a beber, ahora todo cambiaría, sería solo para mí… me equivoqué, Ángel de tanto beber agua me expulsó junto con una de sus piedras al mes de expulsar al francés.



Sordo, ciego y tonto lloré, el agua que mi ángel había bebido, durante todo el invierno, el más frío de mi vida ¿Por qué no me bastaba el edredón de plumas?... Se cayeron las paredes de mi habitación, me replanteé mis días, me hundí en la bañera y cerré los ojos a la luz, me escondí en mi cama, y dejé de cantar, me comí los discos y las canciones y los regalos de mi ángel, me comí también sus fotos y las mías en las que era feliz y lo vomité todo de indigestión. En el suelo desnudo dormí, cerré las puertas de mi terraza y no me ocupe ni de las plantas, ni del polvo en las estanterías, ni de los platos en el fregadero, ni me corte las uñas, ni la barba y seguí llorando agua de manantial baja en sales minerales. Los días pasaron, perdí diez kilos, desconecte la tele, el teléfono, todo absolutamente todo estaba impregnado de mi ángel, quería purgarme, desintoxicarme del veneno que era ahora ese amor desmesurado y no correspondido. Gastaba mi dinero en recargas de teléfono intentando frenar, con la ayuda mis amigos, el síndrome de abstinencia deseando una dosis más de Ángel, rompí las almohadas a puñetazos de rabia y furia, pedí la baja en el trabajo después de cuatro patadas que di, en el vestuario, a una inocente taquilla.


Desequilibrio o locura transitoria: el ángel libre de mi paseaba por las calles, era dueño de la ciudad, era omnipresente como un ser superior aparecía en cualquier parte, estaba en los supermercados y las tiendas, en los restaurantes y garitos, no podía ir a ningún lugar estaba rodeado por su posible aparición y la de sus amistades, le pertenecía todo, yo no me lo quería encontrar intentaba huir, me convertí en ermitaño.


Un día tras cuatro horas en la bañera con una cuchilla cerca, sonó el teléfono, era mi madre, me preguntó como estaba, para no preocuparla le dije que bien, preguntó si estaba seguro de mi respuesta, le dije si con los ojos rojos de tantas lágrimas, me preguntó alguna cosa trivial y me dijo que me quería y terminamos la conversación –¿estamos lo hijos conectados a nuestras madres por un cordel invisible que vibra cuando nos pasa algo?- busqué fuerzas, me levanté y escurrí mi delgaducho cuerpo, quité el tapón de mi bañera mortuoria con las manos arrugadas, me corte el pelo, me afeité, comí lo único que no estaba podrido en la nevera acompañado de cereales y miel, me acosté en la cama de invitados que no apestaba a sudor delirante, fue el primer, corto y tímido paso, en ascenso, de la infinita escalera de caracol que había recorrido al centro de la tierra oscura de mi depresión.


Pasaron cuatro meses, solo había subido unos cuantos peldaños, las heridas de la ciudad sangraban y solo unas pocas calles habían empezado a crear costra. Llegó el verano, mi invierno parecía no tener fin, siempre estaba el ángel en mi cabeza, los días que no pensaba en él lo traían mis sueños, escenas que se repetían sin parar, estábamos juntos y sin más me decía que se había acabado lo nuestro, que yo solo era una historia de verano que se había alargado demasiado. Pero como en una acuarela con demasiada agua, los colores empezaban a difuminarse, a perder peso y densidad, hacía tiempo que no me acordaba de las cosas buenas de mi corto noviazgo con el ángel, las malas carecían de contexto. En mitad del verano empecé a sentir los primeros rayos de sol después de un largo invierno individual, guardé la bufanda y los guantes, empecé a oír y a ver, mis sentidos un poco entorpecidos salían del coma profundo con vendajes de sarcasmo, y Ángel dejó de ser mi idolatrado ángel, perdió su magia, sus poderes sobre mi subconsciente. Un día soñé con vacas voladoras y estrellas de colores, tal vez se había marchado el ángel que se convirtió en sombra, en demonio.




Ahora, un año y medio después de que mi ángel me dejara, puedo analizar, puedo ver y oír. La oruga se convierte en crisálida y luego en mariposa… metamorfosis. La crisálida, ese estado casi inerte de preparación para el desarrollo de la oruga se parece a la depresión, un estado de vulnerabilidad, de encierro, de análisis; interpretamos nuestra canción de tristeza y apatía con notas melancólicas, sufrimos la incomprensión y nos dejamos arrastrar al centro del propio dolor ignorando que todo ocurre en nuestro interior, en el interior de la crisálida.


¿Sienten las orugas que el cambio, el paso por pupa, les convertirá en mariposas? Nosotros las personas no, porque la depresión nos puede cambiar, pero salir del envoltorio que nos inmoviliza puede dejar secuelas, daños difíciles de reparar, o incluso nos podemos quedar atrapados, recordando siempre ese dolor esa tragedia. Para los que logran superar la crisálida, el cambio se traduce en madurez; la necesaria revisión de lo acontecido nos hace pensar. Cuando somos felices, desgraciadamente, no nos planteamos los “por ques” todo fluye, cuando no lo somos nos devoramos a nosotros mismos con preguntas, volvemos a temas metafísicos olvidados y rehacemos nuestro manual personal de ética, nuestra propia filosofía de vida, abandonamos la religión que en esos momentos practicábamos y nos bautizamos en una nueva que se adapta a lo que ahora, tras el cambio, somos.


¿Cuanto tubo Ángel de culpa? Supongo que casi ninguna, solo espero que todas mis maldiciones no surtieran efecto sobre él. Ha llegado el momento del perdón, ya no me queda rencor, he perdonado al ángel que me abandonó, me he perdonado a mí el daño que me provoqué, comprendo que no soy el de antes, la metamorfosis se produjo, puede que no sea mejor ni peor, pero si he aprendido cosas y afortunadamente pude romper la crisálida y secar las alas que no se atrofiaron, es un orgullo personal volar otra vez, sentirme dueño de mi y no tener fantasmas en la cabeza amedrentando mi alegre ser. La película de “los ángeles caídos Ricardo y Ángel” nunca se estrenó en pantalla grande, pero me gusta verla de vez en cuando en proyección de entrada numerada y limitada porque soy yo el protagonista, el cambio en la metamorfosis no implica dejar la esencia de lo que eres, me gusta revisar mis recuerdos y sentimientos asociados a ellos, yo, a parte de muchas cosas, soy un alegre melancólico.